El “monito”
Nadie recuerda con certeza de dónde vino, ni mucho menos el momento exacto en que el “monito” comenzó a ser parte de la vida de nuestra hija, y por lo tanto de nuestra familia. El “monito” es nada más ni nada menos que un pequeño peluche que tampoco se sabe a ciencia cierta qué clase de bicho es. Puede ser un leoncito, un osito, un ratoncito… ni ella lo sabe. Por cierto: tampoco es justamente el más bonito de los más de cincuenta peluches que hoy, a pesar de sus 17 años de edad, aún conserva desde su niñez.
Lo que sí sabemos con certeza, es que el “monito” apareció un día en casa entre sus cosas, después de una prolongada internación hospitalaria durante los primeros años de su vida. Fue un período de intenso dolor, incertidumbre, oscuridad y sufrimiento. Tal vez alguna voluntaria, doctor, enfermera o compañerita de habitación, se lo dio en uno de esos momentos más tristes y dolorosos de su vida. Tal vez alguien lo depositó tiernamente junto a su cabecita y ahí estaba haciéndole compañía cuando salió del estado de coma o despertó de alguna de las varias intervenciones quirúrgicas que tuvo que afrontar para salvar su vida. La verdad, no lo sabemos y ella tampoco lo recuerda, pero damos las Gracias a Dios por esa bella actitud que alguien tuvo con nuestra hijita.
Como ni ella misma sabe qué es, le puso “Monito” y así quedó. Hoy, tal vez el más feo de sus peluches, aún continúa ocupando un sitio muy especial en su corazón. Y nosotros, como padres, hemos conservado en todo momento una respetuosa actitud con su sentir. A ella no le importó lo que era ni su apariencia. Lo amó intensa e incondicionalmente, le puso un nombre, en sus fantasías de niña lo trajo a la vida y con sus afectos lo hizo parte de la suya. Lo amó y aún hoy lo sigue amando, más que a ningún otro, por cierto.
Esta relación afectiva con ese peluche insignificante a los ojos del mundo, pero tan valioso para ella, me enseñó algo acerca de mi Señor y su relación conmigo.
Yo mismo fui como ese juguete, feo e insignificante; sin valor a causa de la multitud de mis pecados. No obstante ello, y a pesar de mí, el Señor me amó con un amor incondicional, me trajo a la vida; me puso un nuevo nombre en la Gloria, me preparó un lugar donde vivir junto a su corazón y ¡por toda una Eternidad! Y no puedo olvidar que mi Amado Padre también pasó por circunstancias tristes y dolorosas para traerme junto a sí: el cruento sacrificio de Su Hijo en la cruz del Calvario.
Hoy, me gozo en gran manera y no puedo evitar las lágrimas al momento de escribir esto.
Amigo(a): no importa cómo eres ni lo que eres. No importa qué hiciste o lo que fuiste. Si hay algo que el Señor no puede hacer, es DEJAR DE AMARTE.
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