Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos.
(Juan 10:27-30 RV60)
Cierto día se me ocurrió enseñarles en forma práctica a mis jóvenes alumnos de la Escuela Bíblica, la verdad expuesta en Juan 10:27-30.
Tomé una moneda en mi mano, la cerré fuertemente e invité a los chicos a que intentaran abrir mi mano y quitármela. El que lo lograra podía quedarse con la moneda. En unos pocos minutos tenía como a cinco chiquillos de diez años forcejeando y tironeando vehementemente de mis dedos compitiendo entre sí a ver quién se llevaba el trofeo. Felizmente, después de muchos esfuerzos –no sólo de parte de ellos, a mí también me costó bastante– se cansaron y ninguno pudo abrirme la mano para llevarse la moneda.
Entonces, les leí el pasaje del capítulo 10 del Evangelio de Juan y les expliqué que la moneda eran ellos y mi mano, representaba la mano de Dios.
Yo sólo era un joven con fuerzas y poder sumamente limitado. Apenas un poco más fuerte que unos cuantos niños y niñas de diez años. Tal vez si hubiera durado más la demostración, hubieran conseguido abrir mi mano y la lección ya no hubiera tenido el impacto que necesitaba tener. Pero todo salió bien y esa mañana hubo profesiones de fe. Ví caritas de alivio, de alegría. Pude captar en esos ojitos sutiles cambios. Miradas de una paz muy especial, de esa paz que sólo el Señor puede dar. Unos cuantos niños volvieron a casa con la certeza de que Dios, infinitamente más grande y poderoso que su joven maestro, ya los tenía en Su Mano y ya nada ni nadie podría arrebatar sus almitas.
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