Cada domingo al pastor le gustaba leer durante el segmento de alabanza y adoración, una porción de las escrituras.
Pero no lo hacía él, sino que de ello se ocupaba un hermano que era locutor profesional.
La claridad e impostación de su voz, las pausas, la variedad de tonos y el énfasis que este hermano ponía en cada lectura, hacía que la Palabra del Señor sonara como un bellísimo poema.
Una mañana, el locutor no estuvo presente para leer las Escrituras. El pastor preguntó entonces, a la congregación si alguien quería hacerlo en su lugar. Muy a su pesar, un anciano, ya entrado en años el hombre, subió con dificultad al púlpito y acto seguido leyó el Salmo 23.
Su voz cascada, su lectura lenta y sencilla, distaba mucho del profesionalismo y belleza expresiva del joven locutor. Sin embargo al término de su lectura, las lágrimas asomaban en los ojos de todos los presentes en medio de un gran silencio. El Espíritu del Señor los había conmovido en lo profundo de sus corazones.
Esa mañana el Salmo 23 sonó como lo que verdaderamente es: poesía del Espíritu LEIDA POR SU PROPIO AUTOR.
Toda ornamentación humana y superflua agradable sólo a los sentidos, había cedido su lugar a la formidable fuerza expresiva del Espíritu de Dios.
¡Cuán bello es el Señor! ¡Cuán dulce es su Espíritu!
Esa es nuestra meta, deseo y oración: con sencillez, austeridad y humildad de corazón, servir con excelencia; que su dulce Espíritu nos conmueva y sólo el nombre del Señor sea exaltado por sobre todas las cosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario