Esa mañana me levanté como todos los días para ir al trabajo. Me dí una ducha y me afeité con rigurosa regularidad. Finalmente, me cepillé los dientes… hasta aquí llegó la “rigurosa regularidad”.
Algo no estaba bien con mi cepillo de dientes. La pasta era la misma, el cepillo era nuevo –sólo tenía unos pocos días de uso– todo estaba en su lugar … sin embargo, no podía darme cuenta de qué era lo que estaba pasando.
Definitivamente algo no andaba bien y era con mi cepillo. Soy tan regular y metódico en todos mis asuntos, que cuando algo no está yendo por las vías de la normalidad, la más mínima diferencia en una posición o situación difícilmente se me pasa desapercibida.
Insisto: esa mañana algo no estaba bien y era con mi cepillo de dientes. Lo comenté con mi esposa y con mi hija, pero no obtuve respuesta. “Luna Llena” -el mestizo fox terrier de dientes blancos como porcelana- tampoco aportó mayores detalles. O tal vez sí intentó decirme algo, pero no le entendí.
Pasaron unos días y ya me había olvidado de la “anomalía”. El sábado siguiente, el programa de TV de un famoso médico veterinario me llevó de vuelta en el tiempo… hasta mi cepillo de dientes de esa mañana.
El doctor recomendaba en ese programa, cepillar periódicamente los dientes de las mascotas. Nuestra querida niña, que había mirado atentamente y sin perder detalle el programa, afirmó categóricamente que el veterinario tenía razón y que a las mascotas hay que cuidarlas. (¡¿…?!)
Mezcla de intuición y mal pensamiento fue invadiendo mi mente. Con voz y compostura de “esto no me puede pasar a mí” pregunté a mi hija si le cepillaba los dientes al pichicho.
-¡Por supuesto! Contestó entusiasmada. ¡Nada más ni nada menos que un
famoso veterinario de la televisión le daba la razón!.
famoso veterinario de la televisión le daba la razón!.
Rápida y mentalmente visualicé los posibles escenarios del “tratamiento dental” de la mascotita. No había –al menos a su alcance– otros cepillos dentales, más que los que se encontraban en el baño.
Reuní fuerzas de donde no tenía y con una vaga esperanza de que hubiera sido un cepillo viejo… o la egoísta ilusión de que lo hubiera hecho con el de ella … ¡o el de mi esposa! me armé de valor y finalmente me atreví a preguntarle a nuestro “dulce angelito”:
-¿Con qué cepillo lo hiciste?
-¡Con el tuyo, pá…! contestó con absoluta naturalidad.
Respuesta lapidaria. Un súbito sudor frío recorrió mi cuerpo. Mi corazón comenzó a latir con fuerza, la venita se me empezó a inflar y mis ojos rojos y saltones parecía que iban a salirse de sus órbitas. A pesar de ello, comencé a reír e increíblemente terminamos todos riendo a carcajadas.
Se los dije: ¡esa mañana algo no andaba bien con mi cepillo de dientes!
No lo volvió a hacer. No, al menos con cepillos de uso regular. Hoy, a pesar del tiempo transcurrido aun recordamos con risas aquella travesura.
Chicos: no hagan esto en sus casas.
Aún cuando en aquel momento “lo que entró” representó cierto riesgo para mi salud, el incidente me recordó esta enseñanza de Nuestro Señor: No es “lo que entra” sino “lo que sale” del hombre, lo que realmente hace daño.
Nada hay fuera del hombre que entre en él, que le pueda contaminar; pero lo que sale de él, eso es lo que contamina al hombre.
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