Fuegos que queman; fuegos que iluminan
Alguien comparó sabiamente el perdón de Nuestro Señor con “la intensa fragancia que emana de una rosa destrozada”. Y es que cuanto más rotos, los pétalos de una rosa liberan con mayor intensidad su exquisita fragancia. Así sucedió con Nuestro Señor: de su cuerpo destrozado en la cruz del Calvario todavía emana intensamente la fragancia del perdón de Dios para todos nuestros pecados, de una vez y para siempre. Me emociona pensar en esta figura.
Hace algunos años, buscando material en internet para una presentación multimedia, entre las miles de imágenes que hallé, dí con la del fotógrafo Nick Ut, en la que aparece una pequeña niña vietnamita corriendo, gritando y llorando completamente desnudita, entre otros niños y unos soldados. En ese entonces no sabía de qué se trataba, pero aquél espantoso retrato de la desprotección y el sufrimiento revelaba a las claras que algo terrible estaba sucediendo.
Años después, supe que esa pequeñita tenia nombre y apellido. Resultó ser nada más ni nada menos que la hoy célebre por su lucha en pro de los niños víctimas de guerra Phan Thai Kim Phuc. En 1972, cuando apenas tenía 9 años, un pelotón norteamericano bombardeó su aldea con napalm. Sus ropas y frágil cuerpito se estaban quemando cuando emprendió la carrera en medio del dolor y la desesperación. Perdió a su familia en el bombardeo, pero milagrosamente pudo salvar su vida gracias a la ayuda del mismo autor de la foto, que en un acto de gracia y humanidad le tendió una mano y la llevó a un hospital.
Los años siguientes fueron de dolor e intenso sufrimiento a causa de las terribles quemaduras recibidas en una buena parte de su cuerpo. Hoy es madre de familia, preside la Fundación Kim Internacional y aún porta las enormes cicatrices de aquel negro evento de hace más de treinta años en su aldea natal.
Mi hija tiene grandes cicatrices en su cuerpo, a causa de un terrible hecho de violencia sufrido cuando apenas tenía tres añitos de edad y las varias intervenciones quirúrgicas a las que tuvo que ser sometida para salvar su vida. Por eso cuando leo historias como la de Kim, recuerdo la vía dolorosa de mi hija y veo las cicatrices en su cuello y rostro, tengo la más absoluta de las certezas de que las personas que portan cicatrices en su cuerpo, sin importar su origen, también las llevan en el alma.
Con todo ello, mi hija hoy lucha por perdonar a su agresor y Kim años más tarde, se halló en EE.UU. frente a frente con el militar responsable del bombardeo que le robó su salud, niñez y familia. Kim abrazó al militar, anciano hoy, y le perdonó. Habían terminado años de dolor y sufrimiento para ambos. El militar, desde que vio la foto de la pequeña Kim, poco después del bombardeo, había quedado encerrado en un infierno de culpa y dolor. Y por su parte, Kim se sintió liberada cuando perdonó a su victimario.
Muchas personas no logran perdonar ni perdonarse a sí mismas. En este sentido, no hay mayor diferencia entre víctimas y victimarios. Viven arrastrando el peso de la culpa o su dolor, depende de qué lado de la acción les tocó estar. No alcanzan a comprender que Dios espera con sus manos llenas de su Infinita Gracia por una simple oración que le confiese los cargos y le pida perdón y liberación. Es por esto que aún cuando el castigo se espera, no llega. Entonces se adjudican como castigo todo lo malo que les sucede, o deciden castigarse a sí mismas. Se privan de la libertad y se autoprohíben la felicidad y el gozo atándose a vicios, como el alcohol, y en ciertos casos, drogas, que les vayan suministrando de a poco juntamente con una falsa vía de escape, una muerte lenta; ya que si no pueden enfrentar su vida, difícilmente tengan el valor de afrontar su muerte. Se convierten en sombras. Aún las víctimas totalmente inocentes no se podrán soltar de su agresor sino a través de un maravilloso medio inventado por Dios: la gracia del perdón.
Todos tenemos un “fuego interior”. El de algunas personas encerradas en un laberinto de amargura y resentimientos, va quemando todo a su alrededor, inclusive consumiéndolas a ellas mismas. El fuego de otras, en cambio, alumbra a los que están a su alrededor como antorchas cortando las tinieblas. Es en este punto donde el fuego santo del que hemos sido dotados los creyentes, hace la diferencia.
En nuestras manos está ser la intensa fragancia de la rosa aplastada con la que hemos sido provistos por Nuestro Señor; o la flor marchita que se desecha porque ni se ve bien, ni huele bien. Ir quemando todo a nuestro paso, o andar iluminando vidas con la luz de Cristo, de nosotros depende.
“Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”.
Mateo 5:43-48 (RVR1960)
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