Un Mensaje a la Conciencia
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Jean Pierre Chopin, maestro de Educación Física de veintiocho años, estaba en el segundo piso de un edificio, contemplando a un niñito de cinco años que jugaba en el balcón de un quinto piso de enfrente. Todo esto ocurría en París, capital de Francia, a fines del siglo veinte. De pronto Chopin sintió el impulso repentino de bajar hasta la acera de enfrente. Así que bajó velozmente las escaleras, cruzó la calle al vuelo, y llegó a la otra acera justo a tiempo para recibir al niño en sus brazos. «Fue lo mismo que agarrar una pelota de basquetbol», dijo luego el maestro. El niño se había salvado de milagro. Sin lugar a dudas, esto fue más que casualidad, más que una combinación feliz de circunstancias favorables. Aquí intervino Dios directamente, movilizando al maestro francés para llegar al lugar preciso, la acera de enfrente, en el momento oportuno, el momento mismo en que el niño caía. Algo parecido sucedió para que fuera posible la salvación de los seres humanos. Fue en el momento oportuno, el tiempo señalado por Dios mismo, que vino el Señor Jesucristo a encontrarse con nosotros. El apóstol Pablo lo explica en estos términos: «... nosotros... estábamos esclavizados por los principios de este mundo. Pero cuando se cumplió el plazo [la fecha fijada], Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados como hijos» (Gálatas 4:2‑5). Y fue en el lugar preciso, el lugar de nuestra muerte inminente, que Cristo nos halló. Así que nuestra salvación no fue producto de un acto improvisado que ocurrió por casualidad. Ni resultó de una feliz combinación de circunstancias propicias, como algunos pudieran pensar. San Pablo también dice categóricamente acerca de Jesucristo que «Dios nos escogió en él antes de la creación del mundo» (Efesios 1:4). Esto quiere decir que la crucifixión de Cristo fue un sacrificio contemplado, planeado con infinito cuidado y profetizado con lujo de detalles aun antes de que el mundo existiera. De modo que además de ocurrir en el momento oportuno, ocurrió en el lugar preciso al que Él vendría para salvarnos. La cruz en la que murió nuestro Salvador significa condenación porque Él se dejó condenar para que no fuera necesario condenarnos a nosotros. Por eso dice el Evangelio según San Juan: «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él» (Juan 3:17). Y la cruz es símbolo de maldición y de muerte porque nosotros merecíamos tanto la maldición como la muerte a causa de nuestros pecados. Pero Cristo vino en el momento oportuno y murió en nuestro lugar en la cruz, el lugar preciso, salvándonos de la muerte segura una sola vez y para siempre. A eso se debe que su sacrificio no tenga que repetirse. Tiene eficacia universal y eterna. Más vale que nos apropiemos de ese sacrificio de una vez por todas. | |||||||
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