
Hemos de notar, sin embargo, que la bendición que proclama Jesús está condicionada a una realidad: que los insultos, la injusticia y la oposición sean el resultado de seguir a Cristo. Los conflictos, los malos entendidos y las peleas son factores comunes a nuestra existencia. Todos, en algún momento de la vida, pueden llegar a experimentarlos. Muchas veces, sin embargo, estos conflictos no son más que el producto de la necedad del ser humano. Por eso, el apóstol Pedro pregunta, «¿qué gloria es, si pecando sois abofeteados, y lo soportáis?» De veras que esto no tiene ningún mérito, salvo el aguantar las consecuencias de nuestro propio pecado. «Mas si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios.» (1 Pe 2 20)
Hebreos 11 nos dice que muchos «experimentaron vituperios y azotes y, además de esto, prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra» (36-38). De modo que no debemos sorprendernos de la oposición, sino más bien verla como la confirmación de que hemos pasado a una nueva dimensión de la vida, una en la que Cristo establece las pautas que guían nuestra existencia.
A esto, precisamente, se refiera la recompensa asociada con la persecución: de ellos es el reino de los cielos. La persecución pareciera colocar a las personas en una posición en la cual lo pierden todo. En casos extremos como el de Pablo, Esteban, Pedro u otros mártires de la iglesia, la persecución terminó con la vida misma de los que servían a Cristo. No obstante, hay algo que no les puede ser quitado por ningún ser humano y eso es la participación plena y absoluta en la vida que Dios otorga a los suyos, aún estando muertos en cuerpo. Esto no le pertenece a los hombres, sino que es el premio a la fidelidad entre aquellos que se gozan en ser parte de su pueblo.
Al concluir, queda frente a nosotros la necesidad de abrirnos completamente al obrar de Dios, para ser conducidos hacia esta transformación profunda de nuestro ser. ¡Haz tu trabajo en nosotros, oh, Dios!
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