viernes, 27 de agosto de 2010

Una mujer no es cualquier cosa



Es una bendición extraordinaria ser hija de Dios hoy en día. Tenemos la plenitud del Evangelio de Jesucristo. Contamos con la bendición de tener el sacerdocio restaurado en la tierra. Somos guiados por un profeta de Dios que posee todas las llaves del sacerdocio.
Me siento inspirada por la vida de las mujeres buenas y fieles. Desde el principio del tiempo, el Señor ha depositado una considerable confianza en ellas. Nos ha enviado a la tierra en una época como esta para efectuar una gran y maravillosa misión. Doctrina y Convenios enseña: “Aun antes de nacer, ellos, con muchos otros, recibieron sus primeras lecciones en el mundo de los espíritus, y fueron preparados para venir en el debido tiempo del Señor a obrar en su viña en bien de la salvación de las almas de los hombres” (D. y C. 138:56). ¡Qué magnífica visión nos da ese pasaje con respecto a nuestro propósito en la tierra!
A quien mucho se da mucho se requiere. Nuestro Padre Celestial nos pide a Sus hijas que seamos virtuosas, que vivamos con rectitud a fin de que cumplamos la misión de nuestra vida, así como Sus propósitos. Él desea que salgamos adelante con éxito y sí nos amparará si buscamos Su ayuda.
El que las mujeres hayamos nacido como tales en esta tierra se determinó largo tiempo antes del nacimiento terrenal, como lo fueron las diferencias divinas que hay entre hombre y mujer. Me deleito en la claridad de las enseñanzas de la Primera Presidencia y el Quórum de los Doce que se exponen en la Proclamación sobre la Familia. Allí dicen: “El ser hombre o mujer es una característica esencial de la identidad y el propósito eternos de los seres humanos en la vida premortal, mortal y eterna”1. En esa declaración se nos enseña que toda niña era mujer y femenina mucho antes de su nacimiento mortal.
Dios envió a las mujeres a la tierra con algunas cualidades extraordinarias. Al dirigirse a las mujeres jóvenes, el presidente Faust dijo que la femineidad “es el adorno divino del género humano, que se expresa en. . . su capacidad para amar, su espiritualidad, delicadeza, resplandor, sensibilidad, creatividad, encanto, refinamiento, ternura, dignidad y serena fuerza. Se manifiesta en forma diferente en cada jovencita o mujer, pero todas. . . la poseen. La femineidad es parte de su belleza interior”2.
Nuestro aspecto exterior es un reflejo de lo que somos interiormente. Nuestras vidas reflejan aquello que buscamos. Y si de todo corazón buscamos en verdad conocer al Salvador y ser más semejantes a como Él es, lo lograremos, porque Él es nuestro divino y eterno Hermano. Pero Él es más que eso: Él es nuestro amado Salvador, nuestro querido Redentor. Junto con Alma de antaño, preguntamos: “¿Habéis recibido su imagen en vuestros rostros?” (Alma 5:14).
Se puede reconocer a las mujeres que están agradecidas de ser hijas de Dios por su aspecto externo. Estas mujeres comprenden la mayordomía que tienen sobre su cuerpo y lo tratan con decoro; lo cuidan como cuidarían un santo templo porque entienden la enseñanza del Señor: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (1 Corintios 3:16). Las mujeres que aman a Dios nunca abusarían ni desfigurarían un templo con graffiti, ni abrirían de par en par las puertas de ese santo y dedicado edificio para invitar al mundo a mirarlo. Cuánto más sagrado que un templo es el cuerpo, puesto que no ha sido hecho por el hombre, sino que fue hecho por Dios. Nosotras somos las mayordomas, las guardas de la pureza con la que [nuestro cuerpo] vino del cielo. “Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1Corintios 3:17).
Las agradecidas hijas de Dios cuidan su cuerpo con esmero, puesto que saben que son la fuente de la vida y reverencian la vida; no descubren su cuerpo para congraciarse con el mundo, sino que son recatadas para recibir la aprobación de su Padre Celestial, porque saben que Él las ama profundamente.
Se puede reconocer a las mujeres que están agradecidas de ser hijas de Dios por su actitud; ellas saben que las tareas de los ángeles se han dado a la mujer y desean ser parte de la tarea de Dios de amar a Sus hijos y de ministrarles; de enseñarles las doctrinas de la salvación; de llamarlos al arrepentimiento; de salvarlos espiritualmente; de guiarlos en el desempeño de la obra de Dios; de dar a conocer los mensajes de Él3. Ellas comprenden que pueden ser una bendición para los hijos de su Padre Celestial en los hogares y en los vecindarios de ellos, y más allá de éstos. Las mujeres que están agradecidas de ser hijas de Dios glorifican el nombre de Él.
Se puede reconocer a las mujeres que están agradecidas de ser hijas de Dios por sus aptitudes. Cumplen su potencial eterno y magnifican sus dones divinos. Son mujeres competentes y firmes que hacen bien a las familias, sirven al prójimo y entienden que “la gloria de Dios es la inteligencia” (D. y C. 93:36). Son mujeres que abrazan las virtudes eternas para ser todo lo que nuestro Padre Celestial necesita que sean. El profeta Jacob habló de algunas de esas virtudes cuando dijo que “son de sentimientos sumamente tiernos, castos y delicados ante Dios, cosa que agrada a Dios” (Jacob 2:7).
Se puede reconocer a las mujeres que están agradecidas de ser hijas de Dios mediante su reverencia por la maternidad, aun cuando esta bendición les haya sido denegada temporalmente. En estas circunstancias, su recta influencia puede ser una bendición en la vida de los hijos a quienes aman. Su enseñanza ejemplar hace eco en la voz de un hogar fiel y hace resonar la verdad en el corazón de unos hijos que necesitan de otro testigo.
Las hijas agradecidas de Dios le aman y enseñan a sus hijos a amarle sin reserva ni resentimiento. Son como las madres del joven ejército de Helamán, las cuales tenían una gran fe y “sus madres les habían enseñado que si no dudaban, Dios los libraría” (Alma 56:47).
Cuando observe a una madre amable y gentil en acción, verá a una mujer de gran fortaleza. Su familia puede percibir un espíritu de amor, respeto y seguridad cuando está cerca de ella mientras busca la compañía del Espíritu Santo y la guía de Su Espíritu. La familia es bendecida por la sabiduría y buen juicio de la madre. Los maridos y los hijos, cuyas vidas ella bendice, contribuirán a la estabilidad de las sociedades de todo el mundo.
La agradecidas hijas de Dios aprenden las verdades de sus madres y abuelas, y enseñan a sus hijas el dichoso arte de crear un hogar. Buscan una buena educación para sus hijos y ellas tienen sed de conocimiento. Ayudan a sus hijos a desarrollar destrezas que puedan emplear en el servicio a los demás. Saben que el camino que han escogido no es el más fácil, pero sí que merece la pena sus mejores esfuerzos.
Entienden al élder Neal A. Maxwell cuando dijo: “Cuando la historia final de la humanidad se revele, ¿hará resonar el tronar del cañón, o el eco de una canción de cuna? ¿Los grandes armisticios hechos por los militares, o la acción pacificadora de la mujer en el hogar? Lo que ocurre en las cunas y en los hogares, ¿tendrá mayor efecto que las grandes resoluciones tomadas en los congresos?”4.
Las hijas de Dios saben que es la naturaleza de la mujer la que puede proporcionar bendiciones eternas, y por ello viven para cultivar este atributo divino. Por cierto que cuando una mujer reverencia la maternidad, sus hijos se levantarán y la llamarán bienaventurada (véase Proverbios 31:28).
Las mujeres de Dios no pueden ser como las mujeres del mundo. El mundo tiene suficientes mujeres duras; necesitamos mujeres delicadas. Hay suficientes mujeres groseras; necesitamos mujeres amables. Hay suficientes mujeres rudas; necesitamos mujeres refinadas. Hay suficientes mujeres que tienen fama y dinero; necesitamos más mujeres que tengan fe. Hay suficiente codicia; necesitamos más abnegación. Hay suficiente vanidad; necesitamos más virtud. Hay suficiente popularidad; necesitamos más pureza.
¡Ah, cuánto rogamos que cada jovencita crezca y llegue a ser la mujer extraordinaria que Dios sabe que puede ser! Suplicamos que su madre y su padre le indiquen el camino correcto. Imploramos que las hijas de Dios honren el sacerdocio y apoyen a los poseedores dignos del sacerdocio; que comprendan su gran capacidad de fortaleza en el ámbito de las virtudes eternas de las que algunos se burlan en el mundo moderno de mujeres liberadas de restricciones.
Rogamos que las madres y los padres comprendan el gran potencial para el bien que sus hijas han heredado de su hogar celestial. Debemos alimentar su dulzura, su naturaleza caritativa, su espiritualidad y sensibilidad innatas, así como su aguda inteligencia. Celebren el hecho de que las niñas son diferentes de los muchachos. Siéntanse agradecidos por el lugar que ellas ocupan en el gran plan de Dios. Y recuerden siempre lo que dijo el presidente Hinckley: “Sólo después de que la tierra hubo sido formada, después de que el día fue separado de la noche, después de que las aguas hubieron sido separadas de la tierra seca, después de que fueron creadas la vegetación y la vida animal, y después de que el hombre hubo sido puesto en la tierra, fue creada la mujer; y sólo entonces se dijo que la obra estaba hecha y que era buena”5.
Padres de familia, esposos y hombres jóvenes, ruego que comprendan todo lo que las mujeres son y pueden ser. Por favor, sean dignos del santo sacerdocio de Dios que poseen y honren ese sacerdocio, puesto que nos bendice a todos nosotros.
Hermanas, a pesar de su edad, por favor comprendan todo lo que son y deben ser, todo aquello para lo cual Dios mismo las preparó en la existencia preterrenal. Ruego que utilicemos con gratitud los dones inestimables que se nos han dado para ayudar a los seres humanos a pensar con mayor rectitud y a tener más nobles aspiraciones, y lo hago en el nombre de Jesucristo. Amén.
NOTAS
1. “La Familia: Una proclamación para el mundo”, Liahona, junio de 1996, pág. 10.
2. Presidente James E. Faust, “El ser mujer: El más alto lugar de honor”, Liahona, julio de 2000, 118.
3. Bruce R. McConkie, Mormon Doctrine, 2a ed., 1966, 35.
4. Élder Neal A. Maxwell, “Mujeres de Dios”, Liahona, agosto de 1978, págs. 14­15.
5. Presidente Gordon B. Hinckley, “Our Responsibility to Our Young Women”, Ensign, septiembre de 1988, pág. 11.

Autor: Margaret D. Nadauld
Todamujeresbella.com

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